Sus ojos me tenían cautivado, admito que al principio me lamenté varias veces de que fuesen más de dos, pero eran de un azul tan hermoso que un día me olvidé de contarlos.
Con sus senos me ocurría algo distinto, me parecía un descuido por parte de Dios no haber armado a las mujeres terrícolas con el mismo arsenal. No os podeis imaginar lo divertidos que resultan a la hora del amor tres pezones.
Ambos sabíamos que no acabaría bien, pronto finalizaría esa misión que la retenía temporalmente en la Tierra y de la que nunca me contó ni un solo detalle. Ella no podía quedarse aquí, no podía respirar nuestro aire más de seis horas sin empezar a sentirse mal. Yo no podía ir a su planeta, con mis escasos dos ojos sería poco mas que un monstruo de feria entre ellos y su aire sería tan maligno para mí como para ella el mío.
Todas las noches, después de hacer el amor, barajábamos miles de posibilidades para seguir juntos, pero ningún plan soportaba una revisión minuciosa de los detalles.
Finalmente un día se marchó sin decir nada, se despidió de la misma forma que lo hacía siempre, sin embargo tuve la certeza de que no la volvería a ver. Puede ser que al alejarse las luces de su nave brillasen de un modo más triste. O a lo mejor era que las huellas de su tren de aterrizaje en mi jardín me parecían la marca labial de un beso de adiós.
Me quedé de pie bajo las estrellas, preguntándome si su misión en la Tierra era investigar cuántas noches necesitaba una alienígena para romper un corazón humano…
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