jueves, 2 de diciembre de 2010

Tam-tam-tam


Tam-tam-tam
-Maldito tarado...
Fueron las primeras palabras que dije ese día. Siete de la mañana y él ya estaba sentado en el porche tocando su tambor. De forma monótona, sin el más mínimo sentido del ritmo. Cómo si inconscientemente buscase tocarle los cojones al vecindario.
Aquel mocoso y su madre habían llegado unos seis meses antes acabando con mi amado silencio.
El silencio era muy importante para mí. En diez años de matrimonio no me planteé jamás tener hijos (aunque mi mujer me lo suplicó en más de una ocasión) porque no estaba dispuesto a dejar que el llanto de un crío acabase con mi tranquilidad.
Con el tiempo mi mujer dejó de insistir. No quería traer un niño a recibir golpes por perturbar mi silencio... A ella le sucedió un par de veces.
Tam-tam-tam
-Puto crío.
-Déjalo en paz. ¿No ves que es mongolito?
Ese era el atenuante que mi mujer esgrimía siempre a favor del chico del tambor: Que era “mongolito”.
Yo no estaba seguro de que fuese síndrome de down lo que aquejaba a aquel desdichado, no presentaba las características propias de ese mal. Algún handicap mental tenía con seguridad. Pero creo que no era ese.
Se decía que había sido un niño normal hasta que su padre murió atropellado ante sus ojos (aunque tal vez eran sólo cuentos de las chismosas del barrio). Desde ese día (siempre según las cotillas) tocaba incesantemente aquel tambor, regalo de su padre.
Alguna vez su madre desesperada se lo quitó provocándole un espantoso ataque. La madre soportó sólo unos segundos de gritos y convulsiones antes de rendirse y devolverle el tambor. Después de eso empezó a hacer oídos sordos al incesante “tam-tam-tam” y a los reclamos de los vecinos.
A mi me importaba una mierda si era retrasado o no. Estaba harto del puñetero tambor y me juré a mi mismo que si al volver del trabajo el cabroncete estaba en el porche, le quitaría el maldito instrumento y lo echaría a la basura. Por mí le podía dar un ataque o darle veinte.
Tam-tam-tam
Me fui a la ducha cagándome en mi suerte, en los mongólicos y en el gilipollas que inventó el tambor.
Cuando salí a buscar el coche para irme a trabajar lo ví sentado como siempre, en el porche. Con la mirada perdida mientras movía con torpeza una única baqueta.
Tam-tam-tam
Estuve a punto de ir en ese instante y quitarle el mugroso trasto de una vez por todas pero decidí irme a trabajar.
-Ya ajustaremos cuentas tú y yo- Amenacé en voz muy baja.
Aquel día se me hizo eterna la jornada en la oficina. Estaba ansioso por volver a casa y acabar de una vez por todas con el maldito problema del tambor. Aquel raro día parecía ser el comienzo de una nueva era de silencio.
Cuando regresé a casa el crío no estaba en su porche. Según me comentaron (sin yo preguntar) las cotillas del barrio, su madre lo había llevado al médico. Al neurólogo según una, al psiquiatra según otras...
-Al veterinario- me dije mentalmente.
Aquellos momentos de silencio no eran frecuentes en mi hogar desde que aquel subnormal se había mudado al lado, así que subí a la buhardilla a hacer una de las cosas que más me relajaba: Limpiar mi pistola.
Cuando mi vieja arma ya estaba perfectamente limpia empezó de nuevo la tortura.
Tam-tam-tam
Miré por la ventana y lo ví sentado en el porche en la misma posición de siempre.
Aún me preguntó porque no metí la pistola en el cajón. La guardé en el bolsillo de mi chaqueta distraidamente y bajé las escaleras gruñendo.
Me planté frente a él y grité:
-¡Dame el puto tambor!
Tam-tam-tam
Aquel desesperante golpeteo fué toda la respuesta que obtuve del maldito mocoso. Ni siquiera me miró.
-¡Que me des el jodido tambor!
Tam-tam-tam
Se lo intenté arrebatar y resultó más complicado de lo que yo creía. Abrazó su posesión con todas sus fuerzas y forcejeó conmigo dando gritos espantosos.
Me di cuenta de que las cortinas de las casas cercanas se abrían levemente dejando entrever cabezas curiosas. En ese momento no me importaban los vecinos, seguí forcejeando con el maldito niño que no se de dónde había sacado tantas fuerzas.
Estaba a punto de salirme con la mía cuando en un rápido movimiento hincó sus dientes en mi mano hasta hacerla sangrar.
-Cabrón hijo de...
El disparo nos sorprendió a ambos. El me miraba con asombro sin saber exactamente que sucedía. Yo miraba con igual asombro mi reflejo en la ventana: La pistola humeante, la sangre en mi camisa...
Sin soltar el arma me giré para darme cuenta de que las cabezas habían desaparecido y las cortinas habían vuelto a su sitio. La policía llegó sorprendentemente rápido y me detuvo con brutalidad. Yo no sentí nada.
De eso hace ya algún tiempo. No se exactamente cuánto. Mi estadía en prisión ha pasado como una extraña película de la que no acabo de enterarme a pesar de que soy el protagonista.
Los otros presos me insultan y me amenazan de muerte. Los guardias me han golpeado en más de una ocasión exigiéndome que pare. Me gustaría complacerlos, de verdad... pero no puedo. Es mi castigo. Mi verdadera condena.
Paso el día y la noche golpeando incesantemente cualquier cosa que pueda usar como improvisado tambor...
Tam-tam-tam

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